El doctor me miró como si estuviera roto por dentro. Yo sonreí, torpe, con el labio de arriba temblándome, con esa mueca que se me escapa cuando estoy demasiado nervioso y acorralado. Me tapé la cara con las dos manos, como un niño que acaba de cagarla.
—Lo siento —murmuré—. Estaba confundido.
No volverán los recuerdos de ella. Eso me repito.
Pero la realidad es que eso no lo decido yo. Me encuentro con Rebeca una vez al minuto, como una condena pactada. La veo en todos los sitios, oigo hasta su voz hablándome. Ahora, por ejemplo: mesa blanca, té humeante, café alineado, y un helado de vainilla que parece demasiado real para esta historia.
—Delicioso —dice ella. Yo pienso que me hubiera gustado algo más fuerte, algo que rasgue la garganta.
Rebeca me mira con esa cara que siempre me recuerda que sabe más de mí que yo mismo. Ella busca el helado con la cuchara, sus dedos son demasiado delgados. Se lleva el helado a la boca. Se relame con la lengua, aprieta sus labios carnosos.
—A ti siempre te gustó más inventarte la realidad que los dulces.
—¿La realidad? —pregunto como si no entendiera.
—He estado viendo tus fotografías viejas —responde. Sus ojos se entornan. Se encierran. Y entonces dispara:
—Eres alguien que no conoció el amor de verdad. Nunca fuiste el protagonista.
Amor. Esa palabra se me clava como una aguja oxidada.
Echo un hielo en el té, me lo meto en la boca sin pensarlo. El sabor del té me recuerda al del alcohol, me arrastra a otro sitio: dedos que arden, recuerdos que revientan bajo la piel. Miro el vendaje en mi muñeca, siento otra vez el dolor fantasma.
—Tus dedos todavía duelen, ¿verdad? —pregunta Rebeca, demasiado cerca, demasiado humana, casi como si pudiera sentir su piel rozando con la mía. —Te avergüenzas de lo que hiciste.
La herida estuvo a punto de arrancarme la vida, pero la medicina moderna me salvó de la muerte. Una cicatriz basta para recordarlo todo.
—Sí. Escuché que fue un corte profundo. Pero está sanando —dice ella. Y sonríe como si eso fuera amor. ¿Qué es el amor más que eso? ¿Una historia maldita?
Un trueno sacude la ventana afuera. La lluvia cae con furia, una cortina torrencial que hace vibrar los cristales de la ventana del hospital.
—Doctor, yo… sólo puedo recordar la lluvia —susurro.
Él me mira, no dice nada.
—Ey, doctor. ¿Qué enfermedad tengo?
La Ibiza que yo veo por la ventana no tiene nada que ver con el paisaje idílico de las postales veraniegas. La humedad entra aunque cierres todo. El cielo de la isla está lleno de nubes grises casi negras, y siempre llueve sin parar.
—Recuerdo… algo. Sobre alguien que no conozco.
Cuando me acerco a la ventana, siento que las palabras que he dicho se escurren como sangre diluida en agua.
—Mira... siéntate.
—Dime, doctor… ¿Quién soy yo?
El cielo se abre un instante y la luz lo atraviesa todo. El rostro de Rebeca se quiebra: dolor, culpa, una sombra que se parte. Sé que lo que vio la destruyó.
No debí tocarte. No debí hacerlo, aunque fuera un roce. Pero lo hice. Y ahora mis dedos y tus ojos se arrastran en mi memoria como gusanos.
Lo llaman el síndrome del hilo rojo. Una enfermedad. Una condena.
La memoria me atraviesa como una descarga y se apaga. Otra vez anestesia. Olvido. Otra vez nada.
Me entregan la rutina: medicación tres veces al día, comidas tres veces al día. Y nunca morir. Esa es la orden. Nunca morir.
Dicen que intenté suicidarme varias veces. Siempre interrumpido. Siempre detenido.
—¿Por qué quieres morir? —me preguntan.
—¿Alguna vez has querido morir tú? —respondo.
El silencio es la única respuesta.
La planta de salud mental es vieja, cubierta de vides, flores marchitas, pintura escarchada en las paredes. Rebeca me muestra un jardín diferente, roza con la yema de los dedos una gerbera.
—¿Sabes el lenguaje de las flores? —me pregunta.
El rojo es desafío. El blanco, pureza. El amarillo, amor definitivo. El rosa, misterio ardiente.
Yo asiento. Ella sonríe.
El doctor me observa con un interés extraño, como si no encajara en el molde de los hombres que ha conocido. Tal vez no encajo en nada.
La lluvia sigue cayendo. Amarga. Imparable. El sonido constante de un mundo que quiere borrarnos.
—Odio la lluvia —dice el médico—. Te entristece sin sentido.
La primera vez que la vi también llovía. Me incliné, presentándome torpemente:
—Encantado. Te cuidaré hoy y siempre.
Me quedé atrapado en sus ojos. Una belleza de porcelana, blanca, fría, inorgánica. Una muñeca rubia. Una belleza angelical.
—Encantado de conocerte —dijo ella. Y preguntó sin pestañear:
—¿Te gusta la lluvia?
—Sí, me encanta.
—A mí también.
Ese fue el comienzo.
No debí haber amado a nadie más hasta haber encontrado a Rebeca. Lo repetía como un rezo maldito. Cada palabra que decía tocaba mi ojo izquierdo, ese ojo que lloraba lágrimas que caían por mi cara aunque no me sentía triste. Yo quería rozarme con ella, aunque fuese un espejismo.
Las emociones aquí son una enfermedad. Un castigo. Ineficiencia. Amas y te condenas. Odias y te pudres. El mundo ya no las necesita. Y aun así, su dolor me arrastraba como droga.
Una sola lágrima suya bastaba para contagiarme. Para convertirme en lo que no debía ser.
Lo llamaban síndrome del hilo rojo. El tacto era veneno. El contacto, podredumbre. Pero aun sabiendo que estábamos podridos, nos tocamos.
Ese era el castigo: amar en un mundo que había prohibido el amor.
Ella decía que no debía haber amado, y yo veía temblar sus labios, cerrarse sus párpados. Y no podía dejar de admirarla. Esa fragilidad era demasiado hermosa.
Sus palabras eran semillas de silencio.
Y el silencio germinaba dentro de mí.
Con el beso que me dio, estaba matando la soledad entre esas cuatro paredes.
Estaba matando la soledad contigo.
Sin ti.