Caen las hojas de cerezo.
No sé si es otoño o si soy yo deshaciéndome.
Rezo.
Por no perderte.
Por no perderme.
Por no dejar de ser humano
aunque duela.
Si estás conmigo,
puedo fingir que vivo.
Dime.
¿Me necesitas?
Yo te necesito a ti
como el filo necesita la katana.
Ojos que no ven.
Corazón que late de más.
Me acuerdo de tu voz jadeando amor entre susurros.
De cuando me decías que te gustaban mis palabras
como si fueran cuchillas poéticas clavándose en tu alma.
Y ahora cierro los ojos.
Imagino las flores flotando hasta tu cuerpo.
Las imagino posarse suaves sobre tu kimono.
Y luego arder.
El dolor es más fuerte que el recuerdo.
Cierro los ojos.
Cierro los ojos otra vez.
Los cierro con fuerza.
Como si al hacerlo pudiera borrar el mundo.
Como si así pudiera borrar...
tu nombre tatuado en mi espalda con sangre y semen.
Harakiri.
Honor.
Tristeza.
Amor.
Dolor.
Tu en otra vida.
Tus besos que me pedían.
Tu voz diciendo “no te vayas todavía”.
...Tú.
...Yo.
Siento que todo se termina.
Que ya no soy nada.
Ni hombre.
Ni samurai.
Solo un haiku roto en la orilla de tu cama.
Soy como una flor de cerezo:
bello,
precioso,
efímero,
sutil...
inútil.
Es hora de poner fin.
De inclinar la cabeza y decir adiós.
De aceptar que mi único destino es arder
como las cartas que nunca te mandé.
Que mi alma se reencarne en alguien limpio,
alguien sin heridas,
alguien que no te ame.
Quiero renacer.
En otro cuerpo.
Con otro nombre.
Quiero que mi carne se vuelva ceniza,
y que tus lágrimas jamás me toquen.
Te quiero.
Y por eso me destruyo.
Abro los ojos.
Lloro por dentro.
Muero a tus pies.
Y vuelvo a nacer.
Sin perdón.
Sin redención.
Solo este vacío de color rosa como las flores del sakura.