Era negro de ojos azules.
O tal vez no.
Quizá era cualquier gato que te encuentres,
pero la noche lo lamía como si fuera suyo,
y sus ojos, dos agujas
cosidas a la muerte.
Nadie lo oyó caer,
porque el silencio no tiene testigos
ni los pozos tienen ecos,
solo paredes húmedas
y recuerdos que resbalan,
con su nombre escrito.
Alguna vez maulló a la luna,
alguna vez creyó que el cielo era alcanzable,
como esos malditos pájaros amantes.
Desde un tejado oxidado saltó
como saltan los locos, los tristes, los que creen aún
y abajo no había red.
Sino un reloj que había dejado de funcionar.
Pasaron trenes por encima,
y pasos,
y olvidos,
y días,
y el sonido estéril de los que hacen promesas,
pero luego aman sin quedarse.
Nadie volvió a preguntarse donde estaba el gato,
nadie gritó su nombre,
nunca se escucho tu voz preguntando por él,
y el pozo, que no era pozo sino fosa,
se lo tragó despacio.
A veces creo que el gato era yo,
otras veces creo que nunca existió.
Solo sé que allí,
en ese agujero donde ya no llega la voz,
ni el maullido,
ni la culpa,
ni siquiera la esperanza de que lo salves,
vive quieta y despacio
muere rápida y desesperadamente,
las ganas de verte asomar por el agujero del pozo.
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