Algo por lo que morir; algo bonito por lo que vivir.
La nada absoluta te responde con una página de error:
“Aquí no hay nada de nada. No sabemos qué buscabas; ya no está en esta dirección. Si llegaste aquí por accidente, felicidades: has encontrado la página de error.”
Felicidades por construir muros de aire. No puedes vivir de corazones dibujados en la arena: la marea sube y se los lleva. No puedes vivir en una eterna primavera repartiendo flores, porque llega el otoño y ya no les importas una mierda. Te borran. Te bloquean. Te patean el corazón y lo dejan desangrandose en la acera. “El mundo es así”, te dirán, tratando de justificar la barbarie: la violencia lenta de destruirte hasta que no quede nada.
Mientras tanto, el diablo susurra: "Nada en el mundo huele tan bien como la persona que amas. Si no te gusta dónde estás, sigue adelante. No eres un árbol."
(Y el diablo tiene razón en una cosa: no soy un árbol. Puedo moverme. Puedo arrancarme del sitio, aunque hacerlo me provoque más dolor que quedarme.)
Yo le contesto: morí una vez por ella. Nunca más.
El problema fue que, cuando yo estaba perdido, ella me prestaba aire. No respiraba por mí mismo; mi corazón latía como un reloj sincronizado al suyo. Perdí la autonomía: un tic suyo y yo funcionaba; un silencio suyo y yo me apagaba sin el aire que me daba.