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I will always remember you

 

La historia de él y de Rebeca, es una historia que se te clava en el pecho como un anzuelo. 

Ningún libro de los que leíste, ninguna película de las que proyectaron en el cine. Nada es igual. Página tras página, sus sentimientos se quedaron grabados en mi piel, pero no como un tatuaje bonito. Como una cicatriz. Lo que lastima y lo que seduce. Sin moda, por hambre, por necesidad de sentir, cuando ya, crees que has perdido todo. Cuando pensabas que lo romántico se vuelve traumático y el destino, un síndrome de una enfermedad que no tiene cura porque su cabeza ya no funciona de una manera lógica. 

Él cuenta esta historia siempre si le preguntas. Cabizbajo, con esa cámara de fotografías que ya no dispara fotos en la mano. Se entretiene ordenando sus fotografías mientras te cuenta esa historia como quien persigue un fantasma. Habla poco. Habla mal. A veces sus palabras no tienen coherencia. Otras la manera en la que formula la estructura de sus frases es totalmente utópica. Realmente tienes que poner todos los sentidos para entenderlo, pero es una historia que te enamora con la misma violencia con la que uno se rompe un hueso. Algunas veces se calla de golpe, cierra la boca y el silencio parece como sellara una herida, si le miro directamente a los ojos, creo que puedo ver a Rebeca atrapada dentro de sus pupilas. 

Él sonreía con los ojos entrecerrados cuando habla de ella. Hablaba de un futuro juntos como quien lee el menú de un restaurante elegante. Se reía un poco de sí mismo. Confesaba que ella era todo, que desde la primera vez que la vio sintió algo tan fuerte en el pecho que hasta su respiración cambio para siempre. Me daba celos. Me llenaba de una rabia fría no haber sentido algo así nunca. 

 —¿Por qué hablas tanto del pasado? —le dije una vez, sin pensar.

 —La admiro —me respondió—. 

No supe que quiso decirme con eso en aquel entonces.  

—Ensayemos emociones —dijo con voz de quien propone un juego serio. —Sonríe. Llora. Enfádate. Haz que el gesto exista aunque no lo sientas. 

Creo que de alguna forma, me hacía entender que todos sus sentimientos eran gracias a la existencia de Rebeca. Todo él era Rebeca. La idea de ella que había dibujado tantos años en su mente. La razón de porque estaba encerrado donde estaba, la distorsión de su realidad. Ese pensamiento se me vino a la cabeza tiempo después de aquello. 

—Tus emociones no son como las de ella. Yo empecé a imitarla. Imité su forma de mover la boca, su manera de torcer la mirada. Imité la forma en como arqueaba sus cejas. Imité sus silencios. Imité todo de ella. Pensé que si era como ella, se enamoraría de mí.  

— Pero las emociones no son así—dije. No se pueden imitar como quién copia un examen con las respuestas en un folio. La emoción no se puede fingir. El dolor duele de verdad. 

—Tienes razón, cuando intento llorar, el cuerpo se niega. Un músculo se tensa, la lágrima no viene. Me quedo con la boca reseca y la sensación de haberla fallado. Si no puedo construir un jardín para ella, si no puedo recrear emociones tan fuertes que me una a su piel, que puedo esperar entonces.

A veces lo veía parado enfrente de la ventana, se tocaba el ojo izquierdo como si quisiera secar esa lágrima que no caía. Se me agitaba algo por dentro. Yo lo miraba y tenía celos de Rebeca. Quería saber que era esa sensación que lo atravesaba. Quería que me explotara por dentro. 

—¿Qué harías para sentirlo? —pregunté una noche, en la oscuridad.

Él me miró sin brillo. Sus manos estaban frías. Tomó la mía y la dejó como si no supiera qué hacer con el calor.

—Si quieres sentir, tendrás que correr el riesgo —dijo—. Tendrás que tocar aquello que mata.

Estaba tan enamorado de ella como un novelista que vivía enamorado de sus viejas palabras. Muchos días y noches lo escuché hablar de su amor imposible por ella, que replicaba en su mente como algo posible, como si viviera en discordancia entre los dos mundos, sin saber muy bien cuál de los dos era el ficticio. Tampoco le importaba. Esas noches de lujuria con ella, cada detalle que replicaba con gestos. Realmente cuando lo escuchabas hablar, si paso o no, no importaba mucho, te sugestionaba. Te enamorabas de Rebeca con facilidad también. Y él, por mirar, por desear, enfermaba lentamente. Se pudría por dentro. Se llama eso, que no existen en los libros de medicina, el síndrome del hilo rojo.

Nunca la quiso matar. Matar en el sentido de olvidarse de ella. Aunque ese amor irreal estuviera acabando con él. Quizá deshacerse de ese amor, era morir directamente. Por eso prefirió morir lentamente, disfrutar de la belleza que el mismo creo como si fuera un veneno que bebía por decisión propia. Sus fotografías eran como un virus infectando su cuerpo, las colocaba todas en el suelo y te contaba esa historia de Rebeca que rompía las costras de cualquier corazón. El impulso que sentía al escucharle era de querer tocar algo así en la realidad. Un amor tan intenso que aunque algún día le alcance la muerte—no de golpe, sino a mordiscos—durará para siempre.

Contaba la historia como quien relata un accidente que vio de lejos. Cogía cada fotografía con sus dedos y las movía en el aire. Fotografías en blanco, fotografías que nunca se revelaron. Pero cada historia de cada una de ellas te pellizcaba el corazón. Decía que el único rasgo común con los otros ingresados era seguir enamorándose de Rebeca como si fuera la primera vez como si todos supieran de la existencia de Rebeca. Nada más. Ningún otro patrón. Solo sus propias palabras que le daban forma a ese amor. 

—Se enamoran —susurró—. Y luego se muerden la mano. Y se pudren. Y se mueren. Yo no.

Por él me replanteé mi relación con mi pareja. Cuando hablaba del amor que sentía era más bien como una advertencia sin fecha ni hora de caducidad. Aquello que durante años había transformado su realidad. Algo así, tan fuerte, no puede perdurar eternamente, me dije muchas veces, pero yo lo vi, lo vi con mis propios ojos, vi como ese amor por ella nunca se apagó. Aunque fuera una locura. ¿Pero es que acaso hay otra manera que no sea amar con locura? Me quede queriendo amar igual que él, me quede queriendo sentir el mismo amor que sentía por Rebeca con la misma brutalidad con la que uno se parte un diente contra la mesa. 

Su historia me perseguirá siempre. Es algo que siempre recordaré. De alguna manera, me enseño a amar y a querer a la vez. Me hizo mirar sus fotografías en blanco como si realmente fuera su vida. Y aun así nunca pude encontrar un paciente con una historia parecida. Porque la costumbre de arder en el infierno es más fuerte que el miedo a quemarse.