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LA HABITACIÓN DE LA LUZ ROJA (IV)


El eco de mis pensamientos sobre ella se desvanecen en mi propio silencio. No hay respuesta, ni la habrá. El silencio solo sabe repetirme su nombre. No hay nadie al otro lado. Solo yo y el semen aún caliente en el suelo después de masturbarme con sus fotos que luego borro hasta la siguiente paja. Una, dos, tres al día, cada eyaculación me distorsiona, me deshace como persona. A veces me pregunto si realmente existo o si soy solo la sombra de alguien que alguna vez creyó que tenía el derecho de tener, por una vez, algo de este nauseabundo mundo. Pero ese "alguien" está muerto. Ya no importa.
 
La vida, que siempre ha sido dolor para mí, reafirma mi creencia. Me ha mostrado una realidad cruel: la persona que quiero, la que he deseado en cada rincón de mi alma, existe, respira, vive… Pero nunca será para mí. Es un espectáculo diseñado para que lo contemple desde lejos, un acto cruel donde otros son los protagonistas, los que la tocan, la aman, la follan. Yo, mientras tanto, permanezco detrás del cristal del escaparate, un espectador condenado a ver cómo esa vida —la única vida que anhelé desde pequeño— se despliega sin mí. Como una película, donde yo no soy más que una figura sin nombre en el fondo, alguien que no tiene derecho a intervenir, a sentir, a ser nada ni nadie para nadie.
 
La frustración me consume, me quema lentamente y siento que quiebra hasta mis huesos, una frustración que se convierte en odio contra el mundo, un odio que arde y que se apaga con mis lágrimas. Imaginarla en brazos de otro me rompe. Imaginarlos compartiendo lo que yo solo he podido soñar y escribir me tortura. Mientras yo sigo aquí, tras el cristal, como un gato abandonado mojandome con la lluvia, condenado a presenciar todo lo que nunca será mío. 
Cada día es un recordatorio de que el mundo sigue adelante sin mí, que hay otros que la harán reír, que sentirán el calor de su piel, que olerán ese perfume de ángel, que tendrán esas noches que yo solo imagino en la oscuridad.
La guerra contra el mundo la he perdido, pero no solo eso, la guerra contra mí mismo, también la he perdido.
 
Me he separado tanto de ti que me he separado de mí mismo. Me veo a lo lejos en una habitación oscura; en la penumbra no reconozco mi piel, en el espejo ya no sé quién soy. Hablo solo, escribo en un chat que nadie lee y tengo frío. Pero no me veo por mucho tiempo. Nunca se me ha dado bien fingir, por eso, aunque me duela, acepto que no hay nada ni nadie más allá de estas cuatro paredes, que son un refugio, o quizás una cárcel. Nadie sabe cuál es la diferencia. Lo único que sé es que molesto, que no tengo sitio en este mundo.
 
Este mundo que sigue girando, indiferente a mi existencia. Las noticias en la televisión, las risas de los niños que escucho a lo lejos, el murmullo de la vida afuera…Nada me interesa ya sin ella, pero eso que importa, todo sigue su curso, mientras yo me hundo en el lodo de mis propias sabanas. Me pregunto si alguien se dará cuenta cuando deje de existir. Tal vez ni siquiera yo lo haría.
 
Quería serlo todo para alguien, pero ahora sé que eso era solo una ilusión. El amor es un cepo con forma de corazón. Una trampa, como un cigarrillo barato, que se consume rápido, dejando solo cenizas y el sabor amargo en la garganta. Me pregunto si ella lo sabía desde el principio, si todo este tiempo solo fui una distracción para sus propios demonios. Quizás ambos nos usamos mutuamente, una batalla perdida entre dos almas rotas que nunca tuvieron la más mínima esperanza de salvarse.
 
A veces, pensaba que su sufrimiento y el mío se entrelazaban, que en ese caos compartido encontraríamos alguna tregua, alguna paz. Pero no. Con el tiempo, me di cuenta de que sus palabras, sus promesas, eran otra forma de arrastrarme más profundo. Decía que le importaba mi dolor, que me entendía, pero cada vez que intentaba salir a la superficie, ella me hundía más, cegada por su propia confusión. Tal vez, como yo, solo buscaba a alguien que le sirviera de espejo, pero al final ambos estábamos reflejando el vacío.
 
No había un futuro donde nos encontráramos realmente. No en la forma en la que lo soñé. Esperaba un encuentro, una mirada, una promesa silenciosa de que todo este dolor tendría sentido al final. Pero todo se desmoronó en mis manos antes siquiera de empezar. Ella nunca quiso verme, no como yo la veía. Para ella, yo solo era un eco de algo que había perdido hace tiempo. Para mí, ella era lo que no habia tenido nunca. Y yo, desesperado, me aferraba a esa ilusión, esperando que de alguna manera, en medio del caos, el amor lo curaría todo.
 
Me siento en la silla junto a la ventana y cierro los ojos. La habitación me da vueltas, pero no importa. Esta silla cojea, la voz a través de la puerta cerrada no para de preguntarme si haré vida en esta habitación siempre. Nadie entiende lo que sufro. Y yo tampoco digo nada, callo el dolor en silencio. Solo quiero golpear la pared hasta desahacer mis huesos y a la vez quiero llorar tanto que se me pare el corazón. Quiero sentir todo este dolor y a la vez nada. Solo un frío insoportable que me envuelve, pero que no me abriga nada. Cuanto más me envuelve, incoherentemente, más siento que se congela mi corazón. Cuanto más pasa el tiempo más entiendo que ni si quiera merece la pena que por mi luchen. Y lo entiendo, yo también estoy apunto de rendirme.
 
Quise la guerra del amor, la de los besos, la pasión; lo que toda la vida he visto que ellos viven. Pero al final, me encontré solo con la guerra de mí mismo. Y en esa guerra, no hay ganadores. Solo bajas. Tal vez sea el momento de ser coherente por una vez en la vida con mis decisiones anteriores, tal vez sea el momento de alzar la bandera blanca, aceptar la derrota, salir de la trinchera, tener honor y honra y acabar con todo.

Respecto a ti, el dolor más profundo viene de esa distancia insalvable entre nosotros, de saber que, aunque te quise con todo lo que tenía, nunca fui correspondido de la misma manera. Siempre me vi a mí mismo entregándome por completo, mientras tú, quizás por tus propios miedos o porque nunca me sentiste de la misma forma, mantenías una barrera que no me permitía ni siquiera acercarme a lo que más deseaba: verte, mirarte a los ojos, sentir que en algún momento, por más breve que fuera, habríamos compartido algo REAL.

Lo único que pedía -verte, aunque solo fuera una vez- se convirtió en algo inalcanzable, me desgarraba. No era solo el deseo físico, ni siquiera el anhelo de ser amado, que también porque eres lo que más me gusta en el mundo, era la necesidad de una conexión real que siempre me fue negada. A veces pienso que, si hubieras dejado que ese momento sucediera, si me hubieras permitido verte, aunque fuera solo una vez, el dolor habría sido más llevadero. Pero al final, ni si quiera eso me diste. Como si el simple hecho de mirarnos fuera algo que jamás me iba a pertenecer. Y ese rechazo, esa imposibilidad, es lo que realmente me rompe.

Hoy habría vuelto de Logroño, con dolor seguramente, pero con un dolor diferente al de ahora.

Un dolor profundo, casi físico, como si me partieran por la mitad con un hacha. Sé perfectamente porque lo siento así. Es mi propio corazón separandose de ti.
Es insoportable, y sin embargo, sigo aquí. Te he querido como nunca he querido a nadie, de una forma que me ha dejado vacío y sigo queriéndote, a pesar de todo sigo dañando a mi propio corazón.  Aunque te quiera con toda mi alma, siempre habrá algo más grande, algo insalvable que nos mantendrá separados para siempre. Y en ese abismo entre nosotros, entre esa distancia que nos separa, yo muero.

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